Volvé a ver la Misa Central del 7 de agosto
10 agosto, 2022Desde el santuario de Liniers, el cardenal Poli alentó a los fieles a “dejarse interpelar por ejemplo del Buen Samaritano que nos devuelve una mirada solidaria de la realidad.
Texto completo de la Homilía del 7 de agosto de 2022 dada por el Cardenal Poli
Lecturas: Ezequiel 34, 11- 13.15-16
Salmo 22, 1-3a.6
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 10, 25a.29-37.
Queridos Peregrinos al santuario de San Cayetano:
En esta fiesta de la fe, les damos la bienvenida a la Casa del Santo del Pan y del Trabajo, quien, como Jesús, no hace discriminación de personas y escucha las necesidades de todos sus hermanos. Si han llegado hasta aquí, es porque saben bien que, cuando se cierran las puertas que han golpeado muchas veces, se abren las puertas del santuario y se encuentran con San Cayetano, quien intercede ante el Jesús que tiene en sus brazos, para que todos reciban las gracias materiales y espirituales que necesitan para seguir caminando. El que viene a pedir con fe, no quedará defraudado; el que viene a agradecer lo recibido, le dará gloria al Dios amante de la vida, y todos saldremos más hermanos, hijos de un mismo Padre, «que alcanza su misericordia a todos los vivientes» (cfr. Si 18,13).
Aquí, en este Santuario, Jesús nos habla a través de su Evangelio, que siempre es una Buena Noticia. Para responder a la pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?», Él narra la parábola del Buen Samaritano. Cuenta un hecho de violencia, y no deja de sorprendernos, por parecerse a los que suceden a diario en nuestros barrios, y son tantos que ya nos hemos habituado.
El personaje es un hombre corriente que lleva lo necesario para el viaje: agua, vino, aceite, vendas y algo para comer. Un samaritano, que pertenecía a un pueblo que los judíos consideraban pagano, pero en verdad no lo era: creía en el único Dios de todos y practicaba su fe. El viaje se hace monótono, hasta que en un recodo del camino alcanza a ver el cuerpo tendido de un semejante, y solo por eso se conmovió, se apeó y al acercarse constató que estaba con vida. El relato contrasta su actitud con la de las dos personas religiosas que lo precedieron. Ellos también lo vieron, pero lejos de acercarse dieron un rodeo y no se comprometieron.
Nada nos dice el texto sobre el origen étnico del hombre asaltado, ni parece importarle al viajero, que sin perder tiempo limpió y vendó sus heridas, sobre las cuales derramó óleo y vino, receta del sabio Hipócrates. Luego le siguen gestos delicados para el desconocido en desgracia: lo ayuda a subir a su montura y ahora, de a pie, lo lleva a una posada y cuida de él durante la noche.
Nos impacta saber que asumió los gastos de la estadía y lo recomendó al dueño del albergue: «Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver» (10, 35)[1]. Seguramente aquel viajante tenía destino y obligaciones, pero priorizó lo que consideraba impostergable y le dedicó lo más preciado -lo que muchos lo comparan al oro-: él dispuso su tiempo y lo tasó muy alto al ponerlo al servicio de su prójimo. Entendió que el tiempo es la paciencia de Dios y por eso lo compartió gratuitamente con el que lo necesitaba.
El samaritano se dejó llevar por el primer sentimiento del corazón, que es el bueno, el gratuito y solidario, sin cálculos ni vueltas. Había que hacerlo y lo bajó a las manos, con pocas y razonables palabras. Él trató al desconocido como hubiese querido ser tratado en similares circunstancias: una regla de oro en las relaciones humanas que nos dejó Jesús en el Evangelio (Mt 7,12). Encontró a aquella persona con algunos signos vitales y él se puso al servicio del más importante de los derechos humanos: el derecho a la vida.
Dejémonos interpelar por la parábola, capaz de poner de manifiesto las actitudes solidarias y fraternas que nos permitan reconstruir esta Argentina que nos duele a todos.
El ejemplo del Buen Samaritano nos devuelve una mirada solidaria de la realidad, no para escandalizarnos, sino para conmovernos y comprometernos. Mientras tanto, «suplicamos el pan de cada día, como nos enseñó Jesús. El pan que alimenta nuestra vida y que diariamente se hace más inalcanzable a causa de la inflación asfixiante que padecemos y que genera miseria. ¿Cómo no pensar en la cantidad creciente de hermanos y hermanas que se acercan cotidianamente a los comedores, en los adultos mayores que no pueden comprar sus medicamentos, en las familias cuyos ingresos son cada vez más insignificantes? Como reza una canción: «No es posible morirse de hambre en la tierra bendita del pan»[2].
«El pan que se pide para todos, el que se logra con el propio trabajo, es un clamor de justicia»[3].
«Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano –enseña el papa Francisco–. Toda otra opción termina o bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino»[4].
Tenemos que dar gracias al cielo porque hay muchos ‘Cayetanos’ anónimos, hombres y mujeres que no pasan de largo ante el dolor de los que están en la banquina del camino de la vida; son los samaritanos de nuestros días que comparten su tiempo y sus bienes, y sin medir sacrificios renuevan en el cuerpo social el anhelo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón de cada ser humano: la esperanza, la virtud que sostiene en las pruebas y nos hace esperar tiempos de encuentro y paz entre los argentinos.
Cuando pasemos frente a la imagen de San Cayetano, confiemos nuestras necesidades y no olvidemos pedir por la patria de todos. Él, desde la comunión de los santos, siempre estuvo presente en los momentos difíciles de nuestra historia nacional y permanece fiel y solícito como buen samaritano atento por la felicidad de sus amigos.
Hoy también nuestros ojos buscan a los de la Virgen de Luján y piden su maternal bendición. Es desde este lugar que todos los años una multitud inicia la marcha a su Santuario. Ella sabe de dolores y es Madre solidaria y cercana al sufrimiento de sus hijos. ¡Virgen de Luján, ruega por nosotros! ¡San Cayetano, ruega por nosotros!
Card. Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires